UN MUERTO EN LA MILPA
III
(Hay feria en el pueblo y se inicia con la “Gran Vaquería”. Es la adoración de la Virgen de Chíabal, milagrosa, a quien todos reclaman milagros, para el bien o para el mal. Si el milagro se hiciera, lo que a unos es bueno para otros daño es).
El día de la “firma” hubo fiesta en el pueblo de Chíabal. Y hubo penas y llantos secretos. ¡Ay diosén! Se iba, se iba, se acaba la mujer de todos los sueños de los hombres sin sueño de Chíabal y, hasta donde el reinado de Nicha era cierto en los corazones que por ella latían, en los poblados vecinos. La gente venía de lejos a verla, a verla no más. Y volvía a sus lugares con el alma deshecha de sediento amarrado que mira el agua corriente sin poderla beber. Las mujeres, en cambio, cantaban por dentro al saberse libres por fin, de la hermosa rival. Mas sh-Tarín no perdió la esperanza.
–Más mejor que se casa. Ya verán ustedes, “chan dzules”.
El juez dio su pluma y firmó la Rosales. Había en los presentes y en todo el pueblo, en sus hombres, en el instante supremo, ante el puño de Nicha al escribir su nombre, su firma, al pie de la página, tremor de pueril y banal esperanza, malvado milagro si la Virgen lo hiciera: que un rayo cayese o la tierra temblase con tumbos de todo para hacer imposible aquel acto civil. Firmó la muchacha y devolvió la pluma. El juez la extendió a Evaristo Quiñones.
–Voy a firmar con la mía– declaró orgulloso, quizá no tanto de su estilográfica, como de aquella belleza que a su lado estaba y era ya casi suya por ley, que suya era ya con la firma de Nicha.
Evaristo sacó su pluma con gesto soberbio, desplante del triunfo sobre mil pretendientes.
Y el juez abrió “tamaños” los ojos cuando vio en la pluma un nombre grabado con letras de oro: “José D. Pamplona.”
Y luego volvió la mirada a la larga cadena de oro que salía de una bolsa de flux de Evaristo y pidió a éste la hora: –¿Qué hora tienes, Varish?
También hubo orgullo cuando Evaristo tiró del cronómetro.
¡Santo Dios! El mismo de don Dolito Pamplona. Bien lo conocía el señor juez del registro civil. Pidió disculpas para interrumpir la ceremonia, porque estaba con “cursos”. Y rieron todos. Salió a la carrera a… la presidencia municipal. Hizo la denuncia. Vino el presidente y prendió a Quiñones como presunto asesino de don José Dol.
–¡Varish! ¿Por qué “matastes” a don José Dolores?
Quiñones no se inmutó. Pidió hablar a solas con el funcionario. Miró a Dionisia con una mirada que la abarcó toda, en una caricia mental, única, definitiva, y dio media vuelta hacia el cuarto vecino, local del despacho del alcalde don Sot.
–Varish, ¿por qué matastes a don José Dol?
–Señor don Sotero, porque necesitaba “pa” comprar el ajuar de la boda. Y ponerle su casa a mi Nicha y casarme con ella. Me dio un mes de plazo y si no… Por eso maté a don Dolito.
–Además del reloj y de su pluma, ¿cuánto “le robastes” de su sabucán, Varish?
–Trescientos cuarenta y ocho pesos y unos centavos, señor. ¡Pero soy muy caballo! Porque debí enterrar el reloj y la pluma, o botarlos en el cenote de la placita. ¡Fui muy caballo, señor!
Evaristo decía casi todo en el idioma maya: “Jach tzíminen”, soy muy caballo, de “tzimin”, caballo, como llama la gente a los tontos, quizá porque con los primeros conquistadores llegaron caballos, pero no burros, y los mayas de entonces connotaron la idea de “animal” o bruto –estúpido, tonto e idiota– con el nombre del noble cuadrúpedo.
–¡Caballo y asesino, Varish! No te hagas pendejo. ¡Y el pobre de Joseito Cauich que está pagando tus culpas!
–Es muy cierto, señor. ¡Pobrecito! Yo vi cuando le pegaron. Y ya sé que su mujer se largó con otro hombre malvado. Y se llevó sus dos hijos. Pero ahora… Yo ya confesé. No hay necesidad de que me peguen los de la “secreta” cuando vengan de Mérida. Voy a pagar mis culpas como lo manda Dios. Lo único que siento no es la cárcel, más que me mataran. Lo único que siento…
Y volvió la cabeza, los ojos llorosos, en dirección del Registro Civil, como en una cruel despedida a través del tabique.
La escena del juzgado no se cuenta. ¿Para qué?
Se sabe que Nicha y el cortejo, como si se hubiera realizado el infausto milagro que todos tenían en la mente, salieron para su casa, la de la esposa frustrada, a pie, como habían llegado. Como es costumbre que lleguen los pobres a un acto como éste en los pueblos pequeños de Yucatán.
Iba vestida de blanco porque era virgen. Y dicen que al pasar frente a la iglesia, donde después de la “firma” debía haberse arrodillado en la función religiosa, maquinalmente se detuvo como para iniciar la entrada y avanzar hacia el ara al son de la orquesta de cuerdas del maestro Pantí. Evaristo Quiñones era hombre de gusto y le daba siempre por “azul celeste, aunque le cueste”. Ya se estaba viendo, porque esto de casarse, que sólo se hace una vez, era cosa de ponerse en plan botarate.
Quiñones fue condenado y recluido en Mérida, en el penal del Estado.
Pocos días después, llegó al pueblo Joseito Cauich, libre, a sufrir su nueva tragedia: la de la esposa que huyera con un hombre extraño, llevando consigo a sus hijos.
Y no pasó mucho tiempo sin que llegara el gobernador en plan de trabajo, una noche, a Chíabal.
Después surgió el parque bonito, el jardín de la plaza. Remozaron la escuela con pintura de cal. Compusieron una o dos calles del centro, rellenando los baches, y el diputado local por el distrito, aunque no fue a México, tuvo en cambio altos puestos en el Estado.
Y la vieja alcahueta sh-Tarin Pool llenó de pesos sonantes su cofre, forrado de multicolor hojalata. Y tuvo además cadena de tres vueltas, de filigrana, con venera y efigie de la virgen milagrosa del pueblo.
Jesús Amaro Gamboa
Continuará la próxima semana…