Aída López
–¿Dónde está el probador? –preguntó con cinco prendas en las manos, al tiempo que se quitaba los lentes de sol y fijaba su mirada felina en mi rostro. Hasta ese momento supe que no era mexicana, quizá peruana o chilena.
La conduje al pasillo donde estaban los probadores.
–El que guste, todos están vacíos. Si necesita algo me avisa –dije, y seguí con el inventario que no cuadraba.
¿Tendrá cirugías? Demasiado delgada, demasiado…
–Señorita, ¿viene por favor? ¿Puede subirme el zíper?
Su espalda bronceada, sin marcas, mostraba su gusto por la playa y, por qué no, topless. Con cuidado, deslicé el cierre, evitando pellizcarla. Su mirada de gato me observaba por el espejo. Sonreía sin parpadear.
–¿Te gusta? –preguntó al dar media vuelta y quedar frente a mí.
–Le queda bien.
–¿Y el escote?
Sus pechos me incitaban a tocarlos. Contuve la respiración y la ayudé a bajar el zíper. Alcancé a ver el tatuaje al final de su espalda: una orquídea. El Chanel No. 5 me llevó al día que tuve mi primera experiencia con una mujer, a los trece años…
La maestra de biología, con el pretexto de explicarme cómo funciona la sexualidad, me tocaba las piernas. Estábamos solas en el laboratorio de la escuela. Tuve mi primer orgasmo, y de ahí muchas veces más, hasta que otro maestro nos descubrió y vino la catástrofe con mis papás. Me llevaron a terapia por más de cinco años. La psicóloga aseguró que fue una etapa de indecisión, pero que ya estaba definida.
Así lo creí.
–Verás, mañana regreso a mi país y quiero llevarme un lindo vestido de tu tierra.
–Espero que alguno le agrade –pronuncié, perturbada por el calor y mis pensamientos.
La mujer, con su mirada y sonrisa, insinuantes dijo: –Tendrás una buena propina.
Volví al mostrador. ¿Qué me pasa?, ¿qué habrá sido de la maestra? ¡No me había vuelto a pasar esto! Si papá viviera…
–¿Me ayudas?
–¡Voy! –Me sequé el sudor y acomodé mi cabello, liberando el cuello que escurría.
Cuando llegué al probador, la mujer, con toda intención, dejó resbalar el vestido por su cuerpo casi desnudo, mientras clavaba de nuevo su mirada en el espejo rebotando sobre mí, haciendo pedazos mis nervios. La escena me sorprendió. La firmeza de sus nalgas con un diminuto hilo negro develó mis deseos. Me humedecí.
–¿Qué pasa? ¿Me ayudas a recogerlo?
Me incliné a levantar el vestido. Creí percibir el olor de su sexo. El calor empañó el espejo, ocultando mi ansiedad desbordada. La piel enrojecida, a punto de ebullición. Cinco años de terapia se habían diluido, como mi sudor, en unos cuantos minutos.
–Puedes retirarte –dijo con cierto desdén, y corrió la cortinilla detrás de mi espalda ante mi huida.
¿Fue mi imaginación o tenía la misma expresión mezquina de la que fuera mi mentora? Pocas palabras. Miradas capaces de penetrar en el resquicio del pudor de cualquier inexperta como yo.
Su desnudez desentrañó mi preferencia que la terapia había encubierto con un novio con el que no llegaría a ninguna parte. Deseé regresar años atrás y disfrutar sin culpas, cuando el laboratorio era el sitio ideal para experimentar eso que decían los libros. Ahora, esperaba inquieta la voz del vestidor pidiéndome ayuda, pero ella no lo hizo, apareció segura y dijo: –Me llevo uno.
Asentó en el mostrador las cuatro prendas restantes y un manojo de billetes mayor al costo de su compra.
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