Aída López
Se tocaron las manos, se miraron por última vez. Destinados a la separación, resignaron sus corazones que arrítmicos latían de dolor. El ruido metálico de puertas que se abrían y se cerraban amenazaba el fin del encuentro. El pintor enamorado develó una leve sonrisa como la Mona Lisa para hacer menos doloroso el adiós. En el claroscuro, fue imperceptible la única lágrima que se desvaneció en la mejilla de ella. El arribo del uniformado los arrojó del ensimismamiento. Con paso lento, ella se levantó del incómodo banquillo que la sostuvo durante las visitas de su amigo desde hacía tres años, cuando ingresó a la cárcel. Él, aún absorto, permaneció inmóvil durante segundos, mirando a su musa hasta que cruzó el umbral.
Al otro lado la esperaba un mueble en apariencia más cómodo, incluso para acostarse, donde sería observada por quienes clamaban justicia. A través del cristal del cubículo ella miró a la viuda que entre sollozos incrustaba el odio en su decrepitud. Había dejado a sus hijos sin padre; ella también estaba por dejar a las suyas. Asesinar a su amante en un motel a navaja limpia estaba a punto de ajustarse con su ejecución. No importaban los motivos: la muerte se paga con la muerte. Esa es la Ley. Si una familia perdía un miembro por homicidio, la familia del asesino debía pasar por la misma pena. No era común la ejecución de una mujer, y esa era la noticia que recorría el mundo. La premeditación, alevosía y ventaja del homicidio no dio lugar a atenuantes.
Tres hombres con vestimenta médica, a los cuales apenas se les notaban los ojos, la recostaron en la camilla donde la inmovilizaron con gruesas correas de las muñecas y los tobillos; otras bordearon su cuerpo cubierto con el uniforme naranja burlón.
En el silencio de la cabina solo se percibía el ruido del instrumental que horadaría su carne. Sus brazos fueron picoteados por tubos donde pasarían los líquidos letales, ya no la heroína que la enardeció desde sus doce años, cuando por primera vez la inyectó su hermano.
Aún podía mover la cabeza, era lo único libre que poseía, aún podía agitar sus últimos pensamientos enredados en esa cabellera reseca y mal cortada que un día le sirvió para encantar a los hombres en los cabarés de la frontera.
No tuvo voz para pronunciar las palabras finales. El micrófono colgante sobre la camilla fue estéril.
Por unos momentos olvidó el entorno.
Recordó la primera vez que su madre, borracha, le jaloneó el cabello por llegar tarde de la escuela; la vez que su hermano le echó la culpa de acabarse los cigarros; la única vez que se metió con uno de sus padrastros; la vez que en el baile de carnaval fue violada; cuando regaló a su primer hijo porque no sabía qué hacer con él a sus dieciséis años; el centenar de hombres que disfrutaron de sus caricias; las cuatro veces que tuvo que abortar; el navajazo en la pierna durante una riña; el pintor loco, como le llamaba, que la inmortalizó en un cuadro para pagar sus servicios sexuales; el buen whisky que en libertad inundó su cuerpo; a sus dos hijas de diferente papá; la madrugada que su último amante violó a una de sus hijas y la embarazó; el día que planeó asesinarlo; el vestido que se puso para masacrarlo; el masaje que le dio en la espalda antes de enterrar varias veces la navaja y perforarle los pulmones; la sangre brotante disimulada en su vestido rojo; la mirada inquisitiva de los pocos que la vieron caminar en la madrugada; los taxis que no la quisieron llevar; los kilómetros que caminó para llegar a su casa; la noticias hablando del asesinato; el día que la esposaron; la sentencia…
La sentencia es lo último que recordó. Los líquidos habían adormecido sus sentidos, sus ideas eran borrosas.
Su cuerpo se paralizó, su respiración se interrumpió, su corazón continuó latiendo uno segundos más.
Al otro lado de la cámara de ejecución, una decena de personas aplaudieron jubilosas.
Al fondo, el pintor garabateó un trozo de papel.