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Aída López
Había un pueblo de dos mil quinientos habitantes con una plaza principal grande y arbolada, frente a una iglesia de piedra, donde se reunían los niños a jugar y los hombres a platicar. En los alrededores había pequeños puestos de comida y una heladería que cerraba en el invierno. Las casas eran pequeñas, de una sola planta, pintadas de muchos colores que alegraban el paso de los caminantes. Los hombres se movían en bicicletas, y las mujeres y los niños a pie. Junto a la iglesia estaba la oficina de gobierno y la Comisaría. A un lado vivía el alcalde con su esposa. El alcalde, un hombre visiblemente mayor, acostumbraba escuchar misa los domingos; su esposa, visiblemente menor, lo acompañaba.
Un día, las mujeres más bellas comenzaron a desaparecer. Observaron que siempre sucedía durante la noche: cuando amanecía ya no estaban. No había explicación para ello, simplemente desparecían.
Los maridos presentaron demandas en la Comisaría. El alcalde, preocupado, convocó a todos los hombres del pueblo para decirles que había decidido cerrar todos los salones de belleza y todas las tiendas que vendieran maquillajes, tintes para el cabello, cremas, rastrillos, tiendas de ropa y todo lo que dejara a las mujeres bellas. Los hombres accedieron con la condición de que se aplicara la medida a todas por igual, incluso a la esposa del alcalde. Los dueños de los comercios se mostraron preocupados: ahora de qué vivirían. El alcalde les propuso que temporalmente trabajaran en la Comisaría, para resguardar la seguridad del lugar. Les dijo que unos debían estar a la entrada del pueblo para registrar a los que llegaban, y a otros se les darían caballos para resguardar las calles y cuidar quién salía de las casas.
Los maridos ya no dejaban a sus esposas salir solas a la iglesia y al mercado, por temor a que desaparecieran; estaban atentos de todos los que llegaban en caravanas vendiendo diversos artículos, restringiendo el comercio de cualquier producto que las dejara hermosas.
Al poco tiempo, a las mujeres les comenzó a crecer el cabello hasta arrastrarlo, algunas quedaron calvas; las piernas y las axilas se obscurecieron con los vellos; la piel comenzó a arrugarse, se pusieron gordas y solo tenían dos cambios de ropa, el que traían puesto y otro tendido, a la espera de secarse. Tenían permitido bañarse un día a la semana únicamente.
Cuando los maridos vieron que sus esposas estaban tan feas, se empezaron a ir del pueblo, ya no querían verlas. Entonces el alcalde se mostró preocupado otra vez. ¿Quién cuidaría las calles, la entrada del pueblo y a las mujeres que se quedaban solas en las casas con los niños? Los comercios eran atendidos por los hombres y ya estaban cerrados.
De pronto, el alcalde era el único hombre en el pueblo; su esposa también había quedado muy fea y él sin poder huir. Ya no había embarazos ni nacimientos y se había corrido la voz que era el pueblo con las mujeres más feas del mundo. Comenzaron a llegar dueños de circos para llevarse a las mujeres para espectáculos, pero el alcalde se negó a ello.
Es así como el gobernante otra vez cayó en preocupación.
Decidió convocar a un gran baile, pero antes debía volver a embellecer a las mujeres. Salió a los pueblos cercanos a buscar personas que les fueran a cortar el cabello y las peinaran, las depilaran y les llevaran ropa para estrenar. Pegó en las alcaldías de varios pueblos anuncios del magno evento. Lo mismo hizo en los troncos de los árboles de sus plazas. Contrató músicos que amenizarían el salón del pueblo. Habría voladores y vendimia.
Pronto comenzaron las mujeres a adelgazar, llegaron personas de otros pueblos a embellecerlas, les cortaron el cabello, les depilaron las piernas y las axilas, las maquillaron y peinaron, sus vestidos fueron hechos por costureras y sastres de reconocida reputación.
En un mes sería el gran acontecimiento. El pueblo tenía que volver a ser como antes, decía el alcalde quien se sintió esperanzado al ver que, a medida que se iban embelleciendo las féminas, no desaparecían; quizá algo extraño había pasado y ya no volvería a suceder, pensó con cauto alivio.
Un día llegó al pueblo un varón atractivo, espigado de cabellos y ojos tan oscuros como la noche. Con aire sarcástico ofreció una pócima, asegurando que era el secreto de la belleza eterna. El alcalde, presuroso, obtuvo una gran cantidad del elíxir que se tomarían todas las mujeres. El caballero apuntó que en un mes se verían los resultados y que, según su experiencia, las mujeres se convertirían en verdaderas hermosuras.
Las mujeres formaban largas filas en las afueras de la alcaldía para recibir sus dosis del elíxir. Era tanta la demanda, que el alcalde localizó al hombre para que llevara más y más. Las bellezas en ciernes lo esperaban ansiosas; se peinaban y maquillaban largas horas, ataviándose con sus mejores ajuares en espera del caballero que les había prometido la belleza eterna, aunque éste no revelaba a nadie cómo se lograría tal perpetuidad. Las quería a todas para él, pero las medidas tomadas por el alcalde dificultaba podérselas llevar. Entonces ya no solo llevó pócimas para tomar, sino cremas mágicas que volverían su piel de porcelana.
El alcalde esta vez ya no se preocupó: tanta belleza devolvería a los hombres que se habían marchado; habría otra vez embarazos y nacimientos; se abrirían todos los negocios, y el pueblo volvería a ser feliz.
Los pueblos aledaños todos se preparaban para el gran baile.
Y la noche llegó. El salón, iluminado por la luna, tenía sillas que cedían espacio a la pista de baile.
Llegaban de todos los pueblos, las mujeres con vestidos largos y los hombres con trajes completos.
Las venus fueron las últimas en llegar. Todos estaban a la expectativa de tal suceso. Cuando arribaron, se dejaban escuchar los murmullos de los hombres asombrados y los gestos de envidia de las mujeres de otros lares que deseaban conocer el secreto que las había transformado.
A las doce de la noche, entró el caballero a paso firme. Todas las presentes deseaban bailar con él. Su agilidad en la pista paralizaba a los bailadores, que dejaban de moverse para observarlo. El hombre sonreía, y de vez en cuando echaba un guiño a alguna dama que le coqueteaba con discreta sonrisa.
A las tres de la mañana comenzó a caer el rocío que anunciaba la lluvia. Él no dejó de bailar con la más bella de la fiesta. Ella lo miraba embelesada cuando, sin aviso, se soltó una furiosa ráfaga que los hizo girar y girar hasta alcanzar tal velocidad que terminaron elevándose y perdiéndose entre la niebla que espesaba.
Ella fue la última que el caballero se llevó.