Visitas: 0
XXI
LA EMANCIPACIÓN DE LA MUJER
Continuación…
¿Cómo es que se alcanzó la realidad presente? La historia no registra con puntualidad las sordideces del combate. Fue en pleno Renacimiento (siglo XV y XVI) que ocurrió el primer brote emancipante. Sin embargo, tuvo aparición circunstancial y carácter circunscrito. De pronto, las mujeres se soltaron el pelo en forma masiva, y solamente algunas doncellas confinadas a la soledad del convento en espera de matrimonio no participaron. Las demás, montaban a caballo, cazaban, estudiaban a Platón, se desnudaban como modelos ante los pintores y se enredaban en intrigas eróticas con soldados, poetas, artistas y toda una farándula de aventureros. El fondo sexual del movimiento es insoslayable. Como el amor se hacía por afición y no por dinero, no cabe hablar de prostitución. Por eso las grandes hetairas renacentistas gozaban de prestigio y eran muy respetadas. Si hubo en estos pasos cierta dislocación, no puede culparse a la mujer sino a los tiempos. La humanidad se había reencontrado con los goces terrestres y devolvía su valor a la vida temporal. Cuando se recobró el equilibrio, el llamado sexo débil se sintió más fuerte y entonces se le vinieron a la cabeza pretensiones de otra índole.
Si es verdad que la presencia de heroínas y los intentos aislados de liberación fueron siempre como una amenaza y un aviso, la libertad completa tardó en llegar. Fue en Francia, como consecuencia de la revolución de 1789 –cuna de tantos ideales y cambios–, donde la gesta cobró auge. En secuencia firmemente cimentada se escalonan los nombres de las principales lideresas. En el mismo año de 1789, Felicite de Keralio escribió y publicó su “Cuaderno de reivindicaciones femeninas”; Olympe de Couges siguió sus pasos y en 1791 dio a la publicidad su “Declaración de los derechos de las mujeres”. Esto prendió la mecha y llevó la contienda a otros países. Un año después, Mary Wollstonecraft, inglesa, participó con su “Reivindicación de los derechos de la mujer”. Y siguieron muchas. También se sumaron al movimiento libertario varones ilustres de la talla de Charles Fourier, Claude Henri Saint Simon y John Stuart Mills. En su libro “La sujeción de la mujer”, el último pedía la igualdad práctica, igualdad de retribución en el trabajo, libertad de acceso a todas las enseñanza e igualdad jurídica y política.
No fue sino hasta 1903 que se consiguió una auténtica organización a W.S.P. (Women’s Social and Political Union) por obra de Emeline Pankhurst. Esta sociedad, a la que se conoció como de las “sufragistas” ya que su mira era el derecho al voto y a la elección para cargos representativos, dispuso una lucha violenta que comprendió marchas en silencio, huelgas de hambre, procesiones ruidosas, manifestaciones con pancartas, sabotajes, atropellos, secuestros, destrozos, incendios y otras muestras de ferocidad muy dignas de las amazonas, pero impropias del sexo llamado débil. La encarnizada contienda –seguida apasionadamente por miles y miles de simpatizantes– las expuso a riesgos mortales, en ocasiones las llevó al ridículo y a la cárcel también. Por otra parte, puso en serias dificultades la estabilidad del gobierno. A todo hicieron frente con acopio de hormonas. No obstante la tenaz resistencia de los mandamases –siempre acerba y en ocasiones desalmada–, no cesaron en su empeño y, tras una polémica que abarcó cincuenta años, alcanzaron sus metas.
Al terminar la Primera Guerra Mundial, en 1918, el voto fue concedido a la mujer inglesa, y en 1920 se le concedió a la norteamericana que no se había quedado a la zaga en materia de peticiones. Desde entonces se dice que las mujeres mandan en los Estados Unidos. De las libertades por ellas conseguidas en estas naciones, y en otras igualmente avanzadas, poco hay que decir. Sus repercusiones se hicieron sentir a gran distancia y hasta la misma tradición islámica, tan metida en sus oprobiosas celosías, se conmovió en la base. Kemal Pashá arrancó a las mujeres orientales del siglo XX el velo que las cubría y las sacó del harén, acción más revolucionaria que cuanto se hubiera hecho antes en occidente en pro del sufragio. Las retraídas damiselas cuya piel no conocía la luz del sol, vistieron el traje de baño, compitieron en concursos y se casaron o se amancebaron con quien les dio la gana. En el transcurso de uso cuantos años pasaron al olvido las costumbres de siglos.
La sumisión establecida en la Nueva España a raíz de la conquista por intermedio de la católica ley del matrimonio se prolongó hasta después de consumada la independencia, la cual, por cierto, poco cambió el ambiente religioso y los deberes de la esposa.
No fue sino en las postrimerías del siglo pasado que la mujer tuvo acceso a los centros de instrucción superior y se graduaron las primeras profesionales universitarias. Estos esfuerzos personales y esporádicos no tuvieron mayor trascendencia que el asombro causado por su rareza, ni levantaron más eco que las criticas malévolas y una enérgica obstaculización a sus actos.
Sin embargo, la semilla estaba para germinar y los logros de la femineidad se hicieron patentes en los años que siguieron.
Entre 1906 y 1915, según asienta la escritora Ángela Mendieta Alatorre en su libro “La mujer en la revolución mexicana”, ellas formaron o colaboraron con clubes liberales, antirreeleccionistas o de cooperación de grupos armados, y tomaron parte en múltiples manifestaciones de liberación nacional, la cual llevaba en sí el germen de la propia manumisión.
Carlos Urzáiz Jiménez
Continuará la próxima semana…