XV
LOS MAGOS
Continuación…
Mientras sucedía esto, Hunbatz y Hunchouén descansaban en paz cuando llegó Ixquic. Esta, delante de aquélla, dijo:
–Óyeme: desde mi casa he venido. Me acerco a ti porque soy tu nuera; soy tu hija adoptiva. Tómame como tal.
La abuela contestó:
–¿Quién eres? ¿Qué es lo que dices? ¿De dónde vienes? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Acaso en tu casa conociste a alguno de mis hijos, los Ahpú? ¿Es posible que no sepas lo que todas las gentes de estas tierras saben desde antaño? ¿De veras que ignoras que mis hijos murieron de mala muerte en la tierra de Xibalbá? La verdad, te digo que no entiendo lo que me dices. Los únicos seres que tienen parte de mi sangre son los que aquí ves, los cuales se llaman Hunbatz y Hunchouén. No te acerques a mí. Te tengo miedo. Tu cara no me inspira confianza. No sé qué intenciones traes, ni sé de dónde vienes. Debiera echarte. Sí, debiera echarte porque es mucha tu osadía. Sí, sal de aquí. Sal pronto. Vete, te digo. No quiero mirarte más; no quiero que estés junto a mí. Vete y no vuelvas a presentarte bajo mis ojos. No puedes estar en mi casa, que es casa de decoro. No pretendas que te cobije.
–No te irrites conmigo, porque lo que vengo a decir es cierto. Te digo que soy tu nuera. El hijo que traigo es hijo de los Ahpú. Lo concebí con la sola presencia de lo que de ellos queda en la tierra que tú conoces. Entonces me fue revelada la existencia de sus vidas que perdurarán como espíritus en la región que no se ve. ¡Pronto apreciarás cuán adorable es mi hijo!
La viejecita, más airada, volvió a decir:
–Mientes en todo lo que hablas. No puedes ser mi nuera. Además no quiero que seas de mi familia. Para consuelo de mi soledad, me bastan las gracias de los nietos que tengo. Mira cuán recios y cuán altos son. Parecen gigantes de piedra o de madera. A Hunbatz lo conocerás por la anchura de sus hombros y la altura de sus rodillas; y a Hunchouén, por la firmeza de sus piernas y el grosor de sus manos. Lo que llevas en tu vientre es deshonra. No me la traigas aquí, que no quiero avergonzarme por culpa tuya. Con tus palabras me engañas porque mis hijos, bien lo sabes, han muerto.
Ixquic contestó:
–Una vez más te digo que no te engaño. Créeme.
Después de un momento, la abuela dijo entonces:
–Si es verdad que no me engañas, anda, corre, tráeme algo de comer. No tardes; aquí te espero. Si en ti no hay mentira, como creo que hay, debes saber lo que es necesario para cumplir mi deseo.
Ixquic dijo:
–Así lo haré, puesto que así lo quieres.
Y enseguida se encaminó a la milpa que cerca de la casa habían sembrado Hunbatz y Hunchouén. Pero en la milpa sólo se levantaba una mata de maíz, raquítica, mal crecida entre la maleza y los abrojos. Cuando Ixquic vio esto, se entristeció en su corazón y para sí dijo:
–Soy deudora de muchos males. ¿Cómo podré llevar a Ixmucané una brazada de espigas, si la milpa está muerta y sólo se alza en medio del solar una mata que apenas si sostiene una mazorca ya marchita y tostada por el sol?
Desesperada, invocó a quienes podían ayudarla en este trance. En su angustia dijo:
–Chacal que cuidas las sementeras, escúchame; Ixtoh, que sabes preparar el nixtamal, ayúdame.
Con dolor repitió varias veces esta invocación. Hubo un momento en que sintió que desfallecía y que la muerte se acercaba. Echada junto a un árbol, empezó a sollozar.
De pronto, los seres invocados acudieron en auxilio. Antes de que Ixquic enjugara sus lágrimas, aquéllos le mostraron el poder de que eran capaces. Hicieron que la milpa creciera y diera abundante y oloroso fruto. Dio tanto, que las espigas se doblaban.
Ixquic se puso a recogerlas. Eran tan copiosas, que sus brazos, débiles, no podían juntarlas y se le caían. Tuvieron que venir entonces en su ayuda los propios seres que había invocado. Sobre el lomo de unos animales que pasaron y que se agacharon sumisos, dóciles, para recibir la carga, pudo Ixquic acarrear lo que había recogido.
Depositó la cosecha en la troje que estaba cerca del soportal de la casa de Ixmucané. Luego llamó a la viejecita para que viera la abundancia de los granos recogidos.
Al ver tanta riqueza, la viejecita dijo:
–¿De dónde sacaste tanta comida? Pero dime, ¿con semejante carga no has pisoteado los surcos que mis nietos tenían hechos en el solar? ¿No rompiste las acequias, por donde corre el agua, y los arriates donde crecen macizos de rosas? Me temo que todo lo has destruido. Yo misma iré a ver lo que ha sucedido, porque presiento algún estropicio. No te perdonaría ningún destrozo. Caro lo pagarías.
Ixquic contestó:
–Haz lo que te apetezca.
Entonces la viejecita fue al solar y vio que la tierra no estaba removida; que los surcos no habían sido desviados; que en medio de la milpa estaban, abiertas, las acequias, y que en un rincón, junto a las albarradas, se levantaban los arriates. Vio también que en medio se erguía, como siempre, una única espiga. Al ver esto se llenó de asombro. Al regresar a la casa llamó a la doncella y le dijo:
–Por la verdad que he visto, entiendo que es cierto lo que dijiste al llegar a mi casa. Te amo, pues, por nuera; veré por ti, cuidaré de los seres que traes porque serán mellizos, que ésta es la condición que los Ahpú desde los tiempos antiguos de su origen. En mis brazos recibiré a los descendientes de mis hijos.
Ermilo Abreu Gómez
Continuará la próxima semana…