Rocío Prieto Valdivia
La tarde de aquel viernes, ella nos citó a ambos.
Mientras salíamos del café los tres, de la nada salió él, vestido como un posible personaje sacado de los cuentos de Poe. Nos observaba caminar rumbo a tu coche. Ella y yo nos vimos a los ojos; tú eras su víctima.
Creo que no supiste quién era ese personaje que nos interceptara en nuestro camino. Tú habías salido en busca de la palabra, pero ahora ahí estaba él, profanando los libros que traías cargados. Parecía vestido para triunfar, o al menos para no parecer un perdedor. Hurgó en cada uno de tus libros, sin dejar aquel su porte de superioridad.
Nosotros sabíamos quién era. Tú, para no perder cordialidad, argumentaste no haberlos leído todos y, sin darte cuenta, te volviste un patético libronauta, cuando no lo eres.
Inmutable, él se mantuvo en su plan de ataque y, cual jaguar, se comió a su presa y limpió sus bigotes.
Minutos más tarde, nos dirigimos al lugar donde la oralidad fue fugaz encuentro; en el cenáculo, todos reunidos, escuchábamos al mesías gesticular verbos, intercesión de caricias, variaciones del centro de un éxtasis no compartido. Era tan pequeño el espacio de la discusión, que me tuve que sentar atrás.
Observé que te sentaste a un lado de ella para no perder su compañía, o tal vez el aroma de sus cabellos, o el brillo de sus ojos, atrapó ese día tu atención. Ella se limitaba a ver hacia el frente y, en ocasiones, con disimulo, me dirigía miradas de auxilio, asustada creo de estar en medio de esa selva de fieras, o confundida de que las otras chicas no hubiesen llegado a la reunión.
Todos mis años me indican que lo tuyo fue un flechazo al primer aroma, porque tal vez yo sentí lo mismo la mañana en que la vi por primera vez en esa lectura.
Nos había tocado compartir mesa, y su cabello semi sujetado oloroso a flores me excitó. La mesa era muy justa para siete participantes y ella, tal vez sin ningún afán, rozó mi pierna con su mano. El aroma de su cabello nos había envuelto a todos los presentes; «el bello pánico» se hizo presente en esa mesa.
Al año siguiente, volveríamos a coincidir en el mismo lugar, y nuestra amistad había surgido.
Algunas veces aún solemos caminar rumbos a la parada de su transporte, o nos vemos en el mismo café donde la has conocido el día de hoy.
No esperes recibir algo más que su compañía, algún detalle de amistad, y la permanente mirada linda que te come a mordiscos. Ella es inalcanzable.
Y tan traviesa como una pantera.