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El Lugar de la Demencia

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DEMENCIA_01

I

El tormento más terrible es el del espejo. ¿Acaso no tememos ver la realidad de nuestro lado oscuro?

¿Dimensionar la magnitud de nuestros pecados?

Oliverio Landucci

¿Hay algo más doloroso que un amor herido? ¿Puede alguien comprender a plenitud los alcances de la desesperación de un corazón roto? ¿El demencial dolor que ocasiona la pérdida de un ser amado?

No soy una gran persona; soy todo lo contrario. Crecí en un barrio bravo de Culiacán, Sinaloa, por lo que no tuve muchas opciones. Ingresé siendo muy joven al ejército, poco antes del inicio de la guerra contra Guatemala. Estuve en combate con la infantería, sobreviviendo a situaciones atroces. Participé en más de 20 batallas, realicé sangrientos interrogatorios y ejecuté personas hasta olvidar el número de ellas.

Era mexicano de padre norteamericano, el teniente Hall Brooks, por eso obtuve dicha nacionalidad, aunque siempre mantuve un perfil bajo, por lo que mi rango más alto fue de sargento, lejos de reflectores importantes, pero cerca de buenos contratos que como mercenario logré para asegurar mi próximo retiro, ya que en cinco años ingresaría a la tercera edad y esa etapa la pensaba vivir a plenitud.

Pero la tragedia que siempre provoqué en la vida de centenas de personas, esta vez me tocó a mí: mi esposa fue asesinada brutalmente por un grupo de kaibiles guatemaltecos.

Fue tal el impacto, que perdí el deseo de vivir. Las cosas dejaron de ser claras, perdieron todo sentido.

Por eso, cuando llegó el ofrecimiento para participar en aquella misión secreta, más que en el objetivo, me percaté de la cantidad de dinero ofrecida: superaba por mucho el botín estándar en operaciones clandestinas. Aquella plata me garantizaría vivir una avalancha de sexo perpetuo con todas las mujeres que quisiera, las necesarias para arrancar la imagen de Xóchitl. Por esa cantidad, estaba más que dispuesto a firmar un contrato para bajar al averno.

La operación ubicaba su blanco en algún punto de Centroamérica. Era una operación de búsqueda y rescate. Un importante diplomático, al parecer miembro de un poderoso grupo de élite mundial, había sido secuestrado y llevado a una oculta residencia en la frontera entre dos países en conflicto bélico. Yo formé parte del comando que conjuntó a 14 mercenarios, liderados por el rudo teniente Lee Dahmer. Ocho eran norteamericanos, dos franceses, dos irlandeses, dos italianos y yo, el único norteamericano mexicano. Todos eran duros combatientes, lo suficientemente entrenados para ese tipo de misiones. Todos éramos tipos rudos, veteranos de mil batallas llenos de cicatrices imposibles de curar, no las del cuerpo, sino principalmente las del alma, porque esas se quedan marcadas para siempre. No había uno que fuera bueno, ya he afirmado que soy un maldito, pero créanme: ese Dahmer sí era un auténtico hijo de puta.

El viernes 31 de octubre del 2028, a la 1 de la madrugada, salimos de una base guatemalteca para realizar una tarea ardua: asesinaríamos enemigos, ingresaríamos a aquel complejo en busca de nuestro objetivo para rescatarlo vivo, o traer con nosotros su cadáver. También se nos ordenó destruir todo el lugar.

Descendimos en plena selva, a 2 kilómetros de nuestro blanco. Para ello debimos utilizar cuerdas, pues los helicópteros no podían bajar más por la altura de los árboles y la vegetación en general. La oscuridad era absoluta, pero estábamos equipados con lo más vanguardista en armas, y nuestros visores nos permitían percibir todo tipo de detalle en nuestro entorno.

Dehmer nos reunió para ultimar los detalles del ataque. Una hora antes de salir, en el hangar guatemalteco, él mismo nos había enseñado el poco material fotográfico existente de aquel extraño lugar. Las imágenes habían sido tomadas por drones a mucha altura. Pese a ser de gran calidad, no ofrecían mucha información, pues el exterior parecía haber sido abandonado hacía décadas, y había sido prácticamente engullido por la selva.

“Okey, hermanos en armas. Ha llegado el momento. No sé qué diablos harán los que sobrevivan a esta misión con su plata, lo que decidan es su privilegio, pero yo sí sé en qué destinaré mi fortuna, así que no quiero errores en la estrategia definida. Debe haber una entrada o quizá varias, no sabemos si hay construcción en el interior o bajo tierra, pero sí sabemos que el objetivo está aquí, porque tiene incrustado desde niño un transmisor sumamente avanzado que nos envía esta señal. Este se ubica en el lóbulo del cerebro, lo que nos indica además que está vivo, porque la única manera en que deje de transmitir es que se corten las funciones cerebrales. Así que nos dividimos en tres grupos, avanzamos, penetramos, matamos a todos los hijos de puta que interfieran y rescatamos a este illuminati para convertirnos en hombres ricos y poderosos, ja ja ja. Celebremos, hermanos, pues una nueva orgía de sangre está por comenzar, y nosotros somos los protagonistas principales, ja ja ja ja. ¡A matar!”

No encontramos resistencia alguna al adentrarnos en la estructura frontal del lugar, que me recordaba parcialmente las fotografías de los campos de exterminio de Auschwitz que habíamos estudiado en la academia militar. Nuestro instructor los había calificado como eficientes e ideales, desde el punto de vista marcial, para la misión asignada.

El que parecía el edificio principal milagrosamente se mantenía en pie, pese a estar atravesado literalmente por enormes árboles que le proporcionaban una vista macabra, dramatizando el único acceso visible. El sitio donde alguna vez hubo una enorme puerta ahora era ocupado por una espesa vegetación.

Orthon encontró un paso que permitía el acceso de uno en uno, así que logramos ingresar al interior de lo que finalmente resultó ser una especia de enorme antesala que conducía a tres puertas derruidas que daban paso a unos elevadores que no existían más. Dos hombres se quedaron en la superficie para vigilar ese que sería no solo nuestro punto de acceso al bunker, sino también el de salida. Los restantes nos dividimos en tres grupos para descender cada uno por un acceso, pues no sabíamos si encontraríamos otras entradas en diferentes niveles.

Bajamos unos seis pisos hasta encontrar la entrada a una especie de área de descanso. Conmigo estaban Bucky, Mancini y Ramírez, a quienes ya conocía de nuestra última aventura contra Irak. La única mujer era Amalia, hija del célebre comando latino Mike Ramírez, muerto en Afganistán cinco años antes.

Recorrimos el lugar que incluía un área de comida, una cocina enorme, aunque demasiado antigua, como sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial. Pese a estar equipados con cascos especiales, el hedor de carne putrefacta nos golpeó de pronto a todos. Provenía de la parte trasera, donde estaban unas enormes ollas. Dos de ellas se encontraban tapadas, pero no las dos que impregnaban de aquel pestilente aroma el área. Bucky se asomó y, asqueado, informó que adentro había cuerpos humanos cocinados.

“¿Qué clásicos de lunáticos viven en un sitio como este?” preguntó el nativo de Texas, aguantando las ganas de devolver el estómago.

“No lo sé, pero aquí no hay nada, debemos seguir descendiendo hasta encontrar al peregrino, a no ser lo hagan antes los demás,” contesté de manera seca.

Bajamos otros 4 pisos hasta alcanzar un punto semi iluminado que parecía ser el área médica. Había decenas de cuartos, la mayoría de ellos llenos de cadáveres y heridos resoplando sus últimos suspiros. Apestaba a enfermedad y muerte; también a una alta concentración de medicamentos de todo tipo.

Note que la intercomunicación con los otros dos equipos se había cortado, seguramente por estar en un área demasiado adentrada en el subsuelo. Como fuera, aquello no era bueno.

“¡Brooks! ¡Brooks! ¡Maldición! ¡Tienes que ver esto!” me gritó Mancini, visiblemente perturbado.

Sobre una cama, sujetado y con las piernas abiertas, estaba un individuo que lloriqueaba. Sus súplicas eran totalmente ignoradas por una enfermera demasiado empeñada en realizar una labor que no acabamos de comprender. No fue sino hasta que nos acercamos lo suficiente que pudimos ver cómo cortaba pequeñas partes del pene del infortunado sujeto, como si se tratara de un salami. Lo hacía con una navaja de rasurar. El asco que sentimos se incrementó cuando vimos que el sujeto no tenía ojos ni nariz, y que su boca estaba cerrada con alambre de púas. Comprendimos por ello que quienes comían la carne era el gran número de ratas ahí presentes.

Antes de que pudiera reaccionar, una descarga de metralleta disparada por Amalia hizo pedazos a ambos. Grité que se detuvieran, pero era demasiado tarde: aquellos personajes de pesadilla estaban muertos, y nosotros furiosos por no entender dónde diablos nos habíamos metido.

Mancini me llamó de nuevo. Conocía a la víctima: era Rocko Hood, famosa estrella porno italiana. Había desaparecido apenas días antes en Palermo, en plena celebración de su cuarto matrimonio.

“¡Fuck, man! Cualquiera diría que estaba pagando por el pecado de la lujuria,” apuntaló el peninsular.

Lo miré de manera inexpresiva, solamente quería concluir la tarea y salir de ahí, así que contesté de manera mecánica: “No lo sé, hombre, pero nos pagan por realizar un rescate y eso haremos; busquemos al rehén y salgamos de este asqueroso lugar.”

Esta vez el descenso fue más prolongado. 20 minutos después encontramos otro acceso.

No daba crédito a nuestra buena suerte: hasta ahora no habíamos hallado resistencia alguna. Ni un maldito guardia habíamos encontrado. No parecía ese un lugar al que alguien quisiera entrar, pero tampoco era lógico que no hubiera escoltas que impidieran salir a las víctimas.

A menos que…

“¿Qué sucede Brooks? ¿Qué te hizo quedar pálido de repente?” preguntó Amalia mientras recargaba su M4 y fijar la mira en mí.

Una secuela instantánea de recuerdos recorrió mi mente. Un flashback de información importante relampagueó, sin que pudiera rescatar algún dato vital que me ayudara a comprender mi sitio en aquel tenebroso lugar.

“Deja Vú,” alcancé a balbucear antes de indicarles que debíamos recorrer este nuevo espacio.

Nos adentramos en aquel bunker en el que el hedor era groseramente penetrante.

Llegamos a lo que parecía ser el fondo. Una bengala nos ayudó a descubrir la dimensión existente. Aquella parecía una bodega dividida en tres partes: la alta, que parecía el final de una rampa que provenía de los pisos superiores; la media, donde estábamos nosotros, abarcaba unos 30 metros, y la baja era una especie de pila inclinada semivacía en la parte más honda. De allí provenía el hedor.

Ninguno alcanzó a emitir sonido alguno. No tuvimos tiempo de reaccionar.

Escuchamos el ruido producido por algo que caía en dirección a nosotros, al que se unió el atronador inicio de un mecanismo que comenzó a succionar en la piscina…

Una lluvia de cuerpos humanos cayó sobre nosotros, arrastrándonos en dirección a la pila donde una segadora giratoria molía todo lo que pasaba por sus aspas.

Intentamos subir, pero seguían cayendo cuerpos, algunos completos, otros en trozos, piernas, brazos, cabezas, huesos… Era un alud que nos ahogaba y arrastraba sin remedio a una muerte atroz. El sonido de las cuchillas rebanando músculos y huesos nos hizo redoblar fuerzas para escapar, pero aquel matadero estaba diseñado para impedir esperanza alguna.

Los gritos de Bucky fueron ahogados por una potente explosión: un aspa accionó una de las granadas que el mercenario traía en su canana.

Un baño de acero, madera, pellejo, partes corporales y chorros de sangre cubrió el área.

A pesar de lo sucedido, eso nos salvó a Mancini, Amalia y a mí, levemente heridos entre aquella masa de cuerpos.

Bucky nos salvó sin pretenderlo.

Aunque quizá solamente consiguió que experimentáramos una muerte más horrible en este maldito infierno.

Continuará…

RICARDO PAT

riczeppelin@gmail.com

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