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La Tarde a Través de la Ventana

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Foto: MRCC
Foto: MRCC

La Tarde a Través de la Ventana

 R,

duerme,

sueña,

y recuerda…

 

Al abrir los ojos tuvo la impresión de como si por vez primera estuviera ante el mundo.

Y más que el mundo, el cielo. El océano celeste con sus barcos de algodón. Esa manta de pinceladas blancas con fondo marino.

Ese libro panorámico con figuras caprichosas que moldean las corrientes de viento de las alturas y la imaginación de cada quien, y que vagan a la deriva, libres, soberanas, caprichosas, sin encallar.

Un cielo único e inencontrable en cualquier otra parte.

Habrá amaneceres para una despedida, o atardeceres mágicos en la orilla de la vida, o ante una playa donde la perspectiva del futuro que proporciona amplitud y, por lo tanto, nada o algo firme, asidero, tangible y, por lo tanto, recrea, y muchas veces genera una paz interior.

Y los arrestos para enfrentar el porvenir desconocido, desbocado e indomable.

Habrá medios días donde perderemos la sombra y el pasado, donde estaremos en el aquí y el ahora.

Habrá muchos momentos y horas de nuestra vida.

Ninguno como estar ante una ventana con el cielo iluminado y que nos remita al pasado, a la historia y a los hechos de la existencia y, quizá, ante el tribunal de las interrogantes.

No le cansó mirar con intensidad, como para atrapar aquel momento. Como si hubiera otros días y la misma imagen, siempre inmutable según nosotros, pero a cada segundo diferente ya para la eternidad.

Entonces visualizó la figura de papá, acodado en el umbral del rectángulo de la ventana.

Era domingo.

Otros recuerdos se corporizaron, como el de nuestros padres: papá, reposando en la hamaca de descanso, y mamá sentada en un banquillo, mesándole los cabellos y diciéndole algo muy cerca, muy tierno, algo que en la boca sin labios de papá hizo se dibujara una línea que confluía en una tenue sonrisa.

Papá y mamá, enamorados y amorosos.

 Y la luz de una tarde eterna que entraba por esa ventana que era el corazón lumínico de la casa de la infancia, marco que se desbordaba de luz y los bañaba.

Luz de abril que lograba una representación, una imagen plástica donde de manera natural destacaban las figuras humanas, los sentimientos, las emociones…

Recordó otra tarde.

Los ruidos del vecindario que golpeaban con furia e intensidad los fondos de latas, ollas viejas y sartenes jubiladas de los fogones, o cualquier objeto metálico que pudiera servir de tambor para ahuyentar los nubarrones de langostas que asaltaban el follaje de los árboles.

Entonces se sumaba a la charanga improvisada y la gritería juvenil para tratar de salvar los árboles frutales de la casa. Pero ¿quién salvaría las plantaciones de maíz, las milpas que estaban a pleno monte? ¿Es que acaso la plegarias-bulla asustarían al dios de la destrucción vegetal y a sus voraces embajadores?

Por los rabillos de los ojos nacieron y se fragmentaron dos lágrimas; cada una por la memoria de los que estuvieron y ya se habían ido.

Exhaló un suspiro por todo cuando había vivido, uno en el que se podrían encontrar, como en un arcón, más lágrimas, más angustias, más tristezas, más impotencia, más desesperación, más frustración.

Y en un rincón, el brillo tenue, opaco, titilante de una alegría, suficiente para agradecer la presencia – en algún momento en los tiempos idos – de los abuelos y los padres, de toda esa loma de familiares que en ese recuerdo le acompañaban y le permitían este momento.

Recordar, rememorar, quizá volver a vivir, y percibir que, mientras tuviera un hálito de vida, un mundo ya ausente o desaparecido físicamente sobreviviría en sus líneas generales, en sus momentos más memorables y luminosos, que estallarían siempre en lo más profundo e intenso de su ser.

Volvió la mirada a la ventana.

Esta tarde todos los elementos contenidos valían…

Y quedaban guardados en su palpitante corazón.

Juan José Caamal Canul

16 de abril de 2017

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