Editorial
Para el mundo cristiano, el día de hoy, llamado de Noche Buena, es conmemorativo y de gran valor religioso: simbólicamente marca la víspera del nacimiento histórico del Cristo Redentor que llegó para iniciar nuevos tiempos de hermandad entre los seres humanos.
La Noche Buena, la noche más importante de la historia del mundo, aquella que históricamente daría paso a un amanecer glorioso, el primer amanecer del nacido Dios Redentor.
Una estrella en Belén, un humilde pesebre, sencillos pastores y la compañía de animales útiles a los trabajos de la sencilla gente campesina fueron determinantes por su mensaje al mundo: iniciaba una época de revaloración en los espíritus humanos, una nueva era en la cual la Naturaleza, los poderes de la Creación del Cielo y de la Tierra, estaban entre nosotros y deberíamos de observarlos, seguirlos, aprender a convivir con ellos, para convertirnos en mejores seres humanos.
Oro, incienso y mirra fueron llevados desde lejanas tierras por reyes calificados de magos, en esas épocas –y desde entonces– conocían del movimiento de las estrellas y el firmamento, promoviendo alianzas, paz, concordia y convivencia entre los países y seres humanos.
Todos los signos en esos momentos reflejaban esperanzas de acciones trascendentes, referencias certeras a mejores formas de vivir y convivir para la raza humana.
Las ambiciones, las debilidades humanas, el ansia de prevalencia de unos sobre otros, la fragilidad humana ha roto desde hace siglos el pacto original de paz y concordia entre los hombres y mujeres de todo el mundo.
Divididos aún hoy por las disputas sobre los colores de nuestra piel, de nuestras fisonomías, el valor de nuestras riquezas y posesiones, navegamos dentro de una esfera azul navegante del universo.
Ya es hora de observarnos, mirarnos de nuevo como hermanos terrestres, superar esas pequeñeces originarias que aún hoy nos separan de una convivencia por la que hemos batallado ya bastantes siglos.
Reflexionemos, que aún estamos a tiempo.