Arte
Por supuesto que es una buena cosa que se celebren los 100 años de la conflagración que supuso el primer manifiesto del Surrealismo, así como la puesta en circulación de aquel veneno sutil para el discurso racional que fue Poisson soluble.
Claro que da gusto que, en México, el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM haya decidido conmemorar tal evento con uno de esos importantes coloquios que marcan la vida académica.
Sin duda era imprescindible que el Centro Pompidou de París montara una gran exposición sobre el tema, la cual podrá ser visitada por el público en general en absoluta buena consciencia hasta el 13 de enero de 2025.
No obstante, todos sabemos que, en realidad, tales conmemoraciones van en contra del espíritu mismo del Surrealismo tal como lo concebía André Breton. El Surrealismo consiste en mantenerse al acecho de todo aquello que nos puede poner en contacto con las capas más primordiales de la existencia. Es, por definición, ajeno al control de la razón y, por tanto, a todo aquello que se pueda erigir como institución, ya sea de índole política, cultural, o lo que fuere.
El Surrealismo es tan poco aprehensible como la magia verdadera: lo deja en claro aquella declaración tan perentoria de Breton en L’Art magique (El arte mágico) en la que condena “una civilización de profesores que, para explicar la vida del árbol, solo se siente a gusto cuando la savia se ha retirado [de aquél]”. En efecto: tan imposible es entender la magia desde la razón como las fuerzas vivas del Surrealismo desde las instituciones.
Por lo demás, una historia del arte como la que propone Breton nos pone precisamente ante una encrucijada en cuanto al valor que podía tener el arte para un espíritu como el suyo. Y es que, a final de cuentas, lo que plantea aquel libro es que la actividad artística no es suficiente por sí misma ya que la magia de la que deriva le es, en realidad, superior.
Breton pone en claro que, de forma opuesta a lo planteado por la religión, el objetivo de la magia es que el practicante imponga su voluntad sobre el mundo y no lo contrario. Es, a fin de cuentas, un “discurso sobre la poca realidad.” Sin duda eso lo entendió perfectamente Octavio Paz cuando hablaba del aspecto luciferino del Surrealismo.
No es un azar que Breton, en su afán por encontrar otras formas de existir, se haya acercado a otras “artes” que aquellas consideradas como tal por el Occidente racional (cabe aclarar que hay también otros Occidentes). Al respecto, también es propio de la esencia del Surrealismo que Breton, al renegar por completo y tan definitivamente de la idea de Dios, se dejara fascinar por una disciplina como el “Gran Arte”. No es anodino que Fulcanelli fuera reeditado por Jean-Jacques Pauvert, el gran amigo de los Surrealistas.
Quizás lo más entrañable del Surrealismo se encuentre en las magníficas contradicciones en las que se mueve como serpiente destellante. Sin duda, una de estas contradicciones es que, habiéndose declarado desde su nacimiento como absolutamente ajeno al arte y la literatura, no pueda ahora sino figurar en los museos y discutirse en las universidades, n’en déplaise a sus detractores.
El Surrealismo no “quiso” cambiar al mundo, lo cambió realmente. Basta voltear para verlo, si es que se quiere ver.
Sea como fuere, está claro que si Breton buscó “cambiar el mundo” se trataba de una transformación infinitamente más radical y absoluta que la que proponían aquellos grises personajes que quisieron obligarlo en algún momento a escribir un reporte estadístico sobre la situación de la producción industrial en Italia, con el ridículo afán de darle una lección “materialista” de humildad.
Por supuesto, no es un azar que en L’Art magique, publicado por primera vez en 1957, el único espíritu “revolucionario” exaltado por Breton sea el del idealismo mágico, pináculo del pensamiento romántico. En la tumba de Breton no hay una cruz, tampoco un martillo y una hoz, sino una estrella poliédrica. Cambiar el mundo es un arte mayor.
Así pues, el Surrealismo no tiene 100 años, sino que nació al mismo tiempo que la magia. Esto es lo que clama, a fin de cuentas, la peculiar “historia del arte” que es El arte mágico. Por más que admiremos la obra de Gauguin, de Miró, del Bosco, de Rousseau o de Gustave Moreau, por más que nos pasmemos ante las mismísimas producciones “tradicionales” de América, África u Oceanía, lo que plantea en realidad aquel otro “manifiesto” es que, en el fondo, el arte como tal no tiene sentido sino es en tanto línea directriz que nos conduzca de nuevo hacia la magia, cuyo segundo nombre es “lo maravilloso.”
El Surrealismo no tiene ni principio ni fin. Je cherche l’or du temps (“Busco el oro del tiempo”) nos susurrará por siempre André Breton.
ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU